Monumento La Gaitana
Malecón del Río Magdalena
Neiva Huila Colombia
Foto de César A. Rincón
González
|
Por Miguel de León
“Una india llamada La
Gaitana,
O fuese nombre propio
manifiesto
O que por españoles
fuese puesto…”
(Juan de Castellanos,
Elegía de varones ilustres de Indias.)
Miguel de León |
Pero esa noche, entre grandes sombras que se
movían sobre las altas ceibas, los rostros estaban silenciosos, solo
enrojecidos por la luz de la fogata. Los
últimos hechos no eran nada alentadores.
Ya no hablaban en tumulto, miraban callados al chasquis que acababa de
llegar, y que sentado en una piedra, bebía agua de un totumo. El mensajero se sabía portador de malas
noticias. Por eso se tomaba su tiempo, despacio, tomando aire y buscando las
palabras precisas para lo que tenía que decir.
―Guaitipán nos mostró que los invasores no
son enviados de los dioses, sino
hombres llenos de maldad, que no vacilan ante la muerte. Maldad que ocultó al taita Inti de los Incas
y lo retiró a la oscuridad y al silencio.
Maldad que le costó la muerte a su hijo Buiponga, quemado vivo por el
invasor como castigo por no postrarse ante ellos.
Todos los guerreros recordaron la escena del
sacrificio del joven cacique. Algunos
derramaron silenciosas lágrimas y sintieron hervir la sangre por guerrear
nuevamente. La Pachamama cambió ese
día para todos y el viento del sur se
hizo de guerra y venganza. El aire
huracanado entró a sus cuerpos y todos se agruparon alrededor de Guaitipán. Cambiaron los gritos de los animales y de sus
voces; nuevas formas envolvieron a los guerreros. Los nuevos gritos de la cacica se escucharon
por toda la tierra Andaquí:
“Hijo mío, dolor de mis entrañas, te quemaron
vivo para poner espanto a nuestra gente.
Tales son sus mañas. Por eso, a nuestra causa la razón ayuda. Y la
ventura va con quien se atreve. De la
victoria nuestra no se duda. Vamos a
pagar la deuda a quien la debe. Pídeme la venganza, hijo, que haré cuanto
quisiere!”. Y la cacica los unió alrededor de la venganza y se lanzaron a
defender su tierra.
―La guerra fue larga y dura―continuó el
chasquis – El invasor montaba sobre el buziraco y
echaba rayos con sus varas. Nuestras
flechas con curare en la punta rebotaban en sus pechos y las lanzas con
cascabeles no servían, pero Guaitipán nos enseñó a guerrear de otra forma, a
aprovechar la tierra indomable que el conquistador desconocía y a enredarlo en
la manigua. A llevarlo a las trampas llenas de estacas puntiagudas, a buscar
los árboles altos para agazaparnos y disparar flechas envenenadas, a aplastar
sus bestias con grandes piedras. A
atacarlo por sorpresa cuando se creía a salvo.
Fue una guerra brutal y cruel, como
pocas. Los Andaquíes fueron valientes,
lo
mismo que los Yalcones y los Timanaes, los Guanacas y los Pinaos,
ayudaron, pero sin integrarse mucho. La
naturaleza también ayudaba; más de una vez, el Guacacallo cambió de curso y nos
separó del invasor. Los montes escondían
los caminos y podíamos atacar por la espalda.
Todos los que estamos acá participamos en escaramuzas y batallas contra
el invasor. Todos guerreamos al lado de
Guaitipán y Pigoanza.
Los recuerdos aumentan en intensidad. Algunos
guerreros se tocan cicatrices frescas.
La última batalla fue en la llanura hirviente, rodeados de calores
malsanos y de ceibales sangrantes. Los
invasores no dieron tregua, pero esta vez el viento fatídico sopló al lado de
los feroces invasores. Al amanecer
comenzó la gran batalla de Guaitipán. La voz del mensajero, se calma y
continua;
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Neiva Huila Colombia
Foto de César A. Rincón
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–
Todos buscábamos al capitán de los invasores hasta que un golpe de macana
tumbó a la bestia. Y la bestia cayó
muerta y al mismo capitán tomamos vivo y quedó para escarnio. Pigoanza cumplió su promesa, y al final de la
batalla lo entregó a la cacica. Ella se
acercó despacio. La rabia y el coraje estaban en su pecho. Lo escupió con ira y
con el propio cuchillo del invasor le sacó primero los ojos y luego los devoro.
El espíritu del invasor entró a su cuerpo. Después, perforó la quijada por debajo de la
barba; por allí metió un fuerte bejuco y lo aseguró con un nudo. Todo el tiempo el invasor gritó y pidió
perdón hasta que el sufrimiento lo desmayó.
La mano de la cacica en ningún momento tembló y su mirada de águila
refulgía de odio.
Cuando
salimos del campo de batalla – recuerda el chasquis – los
chicoras entraron por su festín. El cuerpo del capitán invasor fue arrastrado
por Guaitipán por rumbos distintos, recorriendo todos los bohíos y malocas; los
niños lo insultaban, le tiraban piedras y las mujeres lo escupían. Su rostro se volvió una masa sangrienta donde
nada tenía forma humana. El invasor
aguantó hasta que sucumbió ante el pueblo de los Andaquíes. El cuerpo fue cortado y sus restos tirados a
los chicoras. Los festejos duraron hasta
que la chicha se acabó. La venganza dejó
agotada a Guaitipán. No quiso tomar
chicha y se retiró a su maloca, pero antes dejó encargados de las guerras a
Pigoanza y Aniobongo; ellos eran los mejores.
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Desde la selva los rugidos de tigres y jaguares se oyen lejanos, y el
chillido de los monos se escucha en las ramas altas de la arboleda. Pero los guerreros nada oyen, concentrados en
sus recuerdos y sus historias de guerra.
De algún lado un totumo lleno de yagé pasa de mano en mano. Los guerreros beben con calma.
―Todos conocemos la historia hasta acá. Muchos regresamos a nuestros bohíos. El invasor había venido por riquezas y a
dominar a nuestros pueblos. Con la muerte
del capitán invasor pensábamos que eso no iba a pasar. Pero llegaron más. Venían de guerrear con los Pijaos, venían
sedientos de sangre. No traían un jefe
experto sino capitanes compulsivos y llenos de odio. Llegaron y la guerra continuó más cruel que
antes.
Guiados por el olfato de sus bestias,
invadieron primero las tierras de Aniobongo, continuaron por la orilla del
Guacacallo hasta llegar a Timaná.
Buscaban a Guaitipán, la preguntaban y en su voz había odio. Ella andaba de un lugar a otro, dándole valor
a los guerreros, estimulando a las mujeres para que lucharán al lado de sus
hombres. Pero los Yanaconas decidieron
guerrear al lado de los invasores. Otros
más huyeron a la selva, buscando el rastro de la gran anaconda. La guerra se complicó para todos.
Pigoanza reunió a todos los guerreros; mandó
a los chasquis adelante. De noche rodeo
al Guacacallo y cayó sobre los invasores.
Estos, ayudados por los yanaconas, resisten al ataque. El invasor utiliza truenos y rayos y las
bestias atacan con dientes y patas. Al
tiempo, Pigoanza es herido, abandona el campo con guerreros agotados y llenos
de sangre. El invasor grita
victoria. Los guerreros quieren
esconderse en la noche, la vergüenza los domina. Los recuerdos heroicos se desvanecen ante la
tragedia presentida y confirmada esa noche.
Todos quieren saber de Guaitipán, pero nadie se atreve a preguntar. La chicha
circula con avidez. Lunas atrás, en la
madrugada, con la niebla todavía enredada en los bejucos del Guacacallo, con
sombras verdes que más tarde se volverían caimanes y con el coro de todas las
voces que se alzaban por encima de las inmensas hojas, Guaitipán inició su
último recorrido. Decidió encontrarse con los valientes Pijaos, orillando los
bosques, buscando a lo lejos el llanto infinito.
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Foto de César A. Rincón
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―Ese día estaba hermosa. Tenía pendientes en
sus orejas, chagualas en sus narices, en
los brazos resplandecían las lágrimas
del sol, sobre su pelo largo se había colocado diademas y una colina de
pectorales cubría su pecho altivo. Tal
vez quería mostrarle al invasor los objetos de su codicia, tal vez quería
sentir por última vez su cuerpo, la carne de los dioses en la tierra. Guaitipán salió y en su mano llevaba la
caracola de guerra para convocar a los guerreros pero pocos acudieron,
solamente su guardia personal. Con ellos
entró al cañón del Guacacallo, con el río profundamente encajonado, buscando la
tierra de los Pijaos, mirando el llano infinito, en el cual el Guacacallo se
explaya y se pierde. Volvió a entrar al
estrecho, allí donde raudales del gran río rompen el techo de un cañón que
tiene la resonancia del fin del mundo y unos peñascos que se esconden en las
nubes. Cuando llegaron a la desembocadura del río Timaná, el invasor,
sorpresivamente, emboscó a Guaitipán.
La batalla fue corta y muy pronto Guaitipán
se vio sola. Subió por las altas paredes
de piedra hasta el peñasco de Pericongo pero el invasor, apoyado en sus
bestias, le dio alcance en ese sitio. El
ruido de las patas del buziraco sobre las piedras, el bullicio del río y los
gritos de los invasores se confundió en ella, pero eso no la asustó. Tomó su lanza y los enfrentó teniendo como
fondo el inmenso cañón. Esquivó
hábilmente al primer conquistador quien cayó al abismo con su bestia. Sintió que la lanza estaba perforando la piel
odiada y el olor de la sangre subió a su rostro. Al caer de su bestia, el invasor se llevó
consigo la lanza, dejando a Guaitipán desarmada. Los invasores sonrieron, era su oportunidad.
El capitán, espoleó su bestia y avanzó con la
vara cortante en la mano, gritando cosas que la cacica no entendió. Ella se recostó sobre un árbol que se
inclinaba sobre el río y supo que no tenía salida, que su castigo sería peor
que el del capitán invasor. En su
desespero subió al árbol y sin perder de vista al invasor se lanzó al
Guacacallo. Desde su altura, los
invasores vieron caer el cuerpo, pero no salió a flote. Nadie sabe qué pasó con ella. Los invasores buscaron, querían un trofeo de
guerra para mostrar, pero nada encontraron.
Nuestros hermanos buscaron y nada encontraron.
¡Ella no puede morir! ―gritó un guerrero
antes de caer en un llanto de raras convulsiones― ¡no puede morir, no!
El chasquis terminó su narración con voz
entrecortada, dijo que Guaitipán había vuelto al lecho del Guacacallo en forma
de pez. Luego, que la guerra había
terminado, que los invasores se habían apropiado de sus tierras, que muchos
indios estaban con ellos. Lo dijo y cayó
en un profundo silencio.
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