Paisajes del Huila Foto César Rincón González |
Por: Miguel de León
Miguel de León |
De pronto llegamos al río grande. Un poco más
allá, está la nueva villa de mi capitán Ospina. No vamos a cruzar sino a seguir
su corriente bajo los grandes árboles sombríos, mirando el agua espesa y
oscura, que nos acompaña en esta parte final del camino. En la otra orilla,
vemos caimanes abriendo sus bocazas, como invitación a ser tragados por esos
hambrientos animales. Sin embargo, no se mueven y siguen durmiendo la siesta,
que todos queremos sea eterna. Los que van adelante abren una brecha en el muro
de los árboles y llegamos a otro río más pequeño y calmado, el cual pasamos
saltando de piedra en piedra, sintiendo cómo los peces huyen de nosotros bajo
nuestros pies.
Un estafeta que monta un caballo cansado, nos
espera con agua fresca y algunas frutas de la región. Nos acompaña en la parte
final y nos dice que el capitán está
llegado con su gente, pero que en el sitio escogido ya está trabajando un
alarife quién es el constructor suyo y siempre lo ha acompañado en estas
labores. Finalmente llegamos al sitio acordado. Es plano con un ligero declive,
pero visualmente abierto sobre el entorno y cercano a varias corrientes de
agua. Vemos algunos ranchos, que parecen abandonados. Como todos los que hemos
visto, están cubiertos con hojas de palma,
construidos con cañas y entre sus rendijas pasan los rayos solares; en
el suelo se encuentran huesos de
gallina, animales silvestres, junto con otras porquerías. Se escuchan los
gritos y la bulla de algunos micos encerrados en estos bohíos y que muchas
veces nos sirven de diversión. Algunos de nosotros se acercan a los ranchos y
descargan sus armas contra las cañas.
El sol pega de lleno en el espacio cuadrado
que el alarife ha limpiado, las gotas de sudor empiezan a rodar por las frentes
resecas de todos, algunos se quitan los petos que cubren sus pechos. Toda la
gente se mira entre sí. Todos han andado entre arbustos y quebradas, por
senderos al borde de precipicios, muchos han trepado, otros han reptados, todos
han saltado cursos de agua, se han hundidos en el barro de un tierra diferente
a la de España; por eso lo que todo mundo quiere es la llegada del Capitán.
Nada más que llegue, entregue los solares y todo el mundo se va a descansar. Se adivina en sus rostros el
cansancio, el agotamiento, la huella de días de lucha. Nadie tiene una mirada
de compasión para otra persona. En el fondo lo que piensan es que se jodan, a
mí qué carajos me importa, que me entreguen mi solar y punto. Pero al paso de
la mañana, los rostros cambian. Se siente mejor ánimo en los presentes; el escribano está listo con su pluma, el cura
con sus cosas, la caballería con los arneses y las armas, y los indios
reducidos para dar base a la fundación. Todo está listo.
En ese momento, por entre el follaje verde
que llena el horizonte, entra don Diego Ospina y Medinilla, Capitán General y
Alguacil Mayor. Ha llegado en un zaino cabo negro, acompañado de su gente para
dar forma, orden y trazar a la nueva población. El Capitán llega al trote, en
dirección al cuadrado donde lo esperamos. Avanza con su caballo por el sendero
principal. El sol ya arde alto, los rayos logran atravesar el techo de los
pocos árboles. Todo está silencioso. No se oyen ni las aves ni los insectos. Es
como si el mundo contuviera el aliento, aguardando un desenlace presentido y
deseado por todos. El sonido de los cascos de los caballos contra el suelo
aumenta esa sensación. De pronto, el valle se llena de relinchos que trotan,
relinchos ligeros que son contestados por otros caballos que huelen a viento y pólvora.
El Capitán quiere establecer sus
cuarteles permanentes en este lugar y
desde allí seguir esparciendo las
semillas que ha traído consigo; muchos
queremos lo mismo, la guerra con los pijaos ha sido larga y agotadora.
Obediente con las Ordenanzas de nuestro Rey,
Felipe II, el Capitán quiere "poblar de asiento y no de paso".
Ha escogido un sitio curioso para el nuevo
poblado; en el centro del Valle de las Tristuras, como lo denominó Don
Sebastián de Belalcázar cuando llegó a encontrarse con el adelantado Jimenéz de
Quezada, a orillas del río Grande de la Magdalena. Está ansioso el capitán,
pica su caballo para llegar presto al
sitio donde lo espera su alarife. Las tres horas que se ha gastado desde su
residencia en Real de Minas, lo
convierte en una sola visión a la cabeza de la comitiva que cabalga al galope
para no quedar a la zaga. Todos están a la expectativa, en el rectángulo
despejado, Don Diego detiene la
cabalgadura, señala energéticamente con
el brazo los límites de la fundación y a buen paso los recorre como para
grabarlos mejor en su memoria y en la de su gente, que lo siguen en
silencio. Termina de recorrer el rectángulo
y llama al escribano para que anote los nombres de la gente que viene
con él, son los más cercanos y todos quieren solares en la Plaza Mayor.
Don Diego, desde su corcel, ordena a la
comitiva formar en cuadro con sus caballos y que la indiada se acerque.
Traza con la espalda sobre la arenilla
reverberante un rectángulo simbólico de la forma geométrica de la ciudad que
nace. Ha de declararla fundada y ha de posesionarse, todo en nombre de su
Majestad, el Rey Felipe. Y va a decir cómo ha de llamarse porque lo ha pensado bien. Nada que recuerde
al Valle de las Tristuras que se le ocurrió a
Don Sebastián de Belalcázar en 1538; y qué mejor que aquel Valle de
Neyva en la Isla Mayor que dicen parecerse con la nueva villa. Entonces ha de
llamarse "Nuestra Señora de la Limpia Concepción de Neiva". Y así
fue, y así será. Eso era sólo el comienzo. Aún no termina la ceremonia, no
importa lo cansados que estemos, todos queremos quedarnos. Dicen que el capitán
va a entregar solares a todos los presentes.
Baja de su cabalgadura y ordena sembrar el
madero de la justicia en el hoyo abierto, en todo el centro. De inmediato
trajeron un tronco y le hizo hincar en
aquel hoyo. En seguida lo llama el árbol de la Justicia "donde se ejecute
lo que se mandare por los Jueces y Ministros della". La paz de Don Diego
se altera entonces: ajusta solemne la armadura, se le enrojece el rostro, el penacho
del chambergo se agita con la brisa que llega del sur y, mientras el mostacho
le huele a jaguar bajo la canícula, empuña agresivamente la espada y en alta voz anuncia que toma
posesión del sitio y de la ciudad. Llama al escribano para que diese testimonio
como allí fundaba, en nombre de Su Majestad, una ciudad que llamará
"Nuestra Señora de la Limpia Concepción de Neiva". Echó mano a la
espada, y en señal de posesión dio ciertas cuchilladas en el madero, y dijo “
aquel madero señala por picota, en que fuese ejecutada la justicia real de Su
Majestad". Todos aplaudimos entusiasmados.
Antes de terminar todo el ritual, el Capitán
llama al Padre Fernández para que
santifique todo lo hecho. La gente está cansada pero toca aguantar, por qué su majestad y todos los súbditos son
católicos fervientes y además el
diablo mete mucho miedo en estas
lejanías. La misa es corta y el agua bendita regada generosamente. Luego toma
posesión del solarón que Don Diego le adjudica; el padre Fernández a su vez, se
lo entrega el presbítero Mariano Rodríguez quién acaba de llegar para ser párroco del nuevo poblado, los soldados
hincan una cruz en el lugar en el que se piensa levantar la iglesia principal,
según indicaciones del nuevo sacerdote. El escribano lee en alto lo último que
ha escrito, por qué hay que dejar constancia rigurosa de que el Capitán dejará "solares a las personas que han venido y pretende venir
a esta población y adelante vinieren a hacer vecindad y que esta ciudad
goce de las libertades, prerrogativas y
privilegios que se conceden a las nuevas poblaciones y pobladores dellas
conforme a derecho". Y repite que
la ciudad ha de llamarse " Nuestra Señora de la Limpia Concepción de Neiva
" en todo tiempo y "la pone debajo de la Real Corona y de la Gobernación del dicho Nuevo Reino de
Granada”.
Tanto formalismo está
cansando a la gente, ellos quieren los solares prometidos, pero el Capitán se
siente cansado y le dice a sus cercanos que dejen lo de los solares para otro
día. Despacha con un gesto, a señores e indios, escribano y curas, parientes y
allegados, Emocionado vuelve a subir a su zaino cabo negro, y trepa lentamente
a la cúspide del Cerro de los Chaparros que a la fundación vigila, contempla
desde allí las estacas que distribuyen los solares, la plaza, la parcela de la
iglesia, y regresa lentamente al Real de
Minas a meditar en su obra. El alarife
ha marcado el solar en donde edificará la mansión su capitán, en aquel
costado de la plaza, cerca de la iglesia y frente al árbol de la justicia. Esta
seguro que la nueva ciudad será grande, próspera y católica; centro promisorio
de desarrollos económicos. A la espalda del capitán trota la comitiva. Sueltan
espumas las caballerías, sudorosas al sol de verano de ese mayo que ya
pertenece a la Historia. La tarea ha sido dura y larga desde la mañana hasta ahora que ya
cayendo el sol.
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