Los acontecimientos más grandes no son nuestras
horas
más estruendosas, sino las más silenciosas”.
F. Nietzsche.
Por Miguel de León
Miguel de León |
Pero antes te fusilaron en la Plaza
Mayor. Fui a verte por última vez con
mis súplicas, con mis lamentos de mujer.
Te arrastraban dos soldados, cada uno llevándote de un brazo, cubriéndote con un camisón morado, las manos
amarradas atrás y tu rostro varonil cubierto con un paño negro. Cuando subiste al cadalso la gente te
aplaudió y tú inclinaste la cabeza en señal de gratitud. Me sentí orgullosa de ser la mujer que
amabas. Con tu muerte, una sorda rabia
me llevó a seguir viviendo, casi a pesar de mí misma.
Nos quitaron todo. La casa grande de
bahareque, de amplios corredores y frescos patios la convirtieron en
campamentos de paso de los oficiales del Batallón Primero del regimiento
Numancia. Los mismos que te mataron. Las reses de nuestra hacienda fueron comida
para esos bárbaros. No dejaron nada y no
me duele no tener nada. Sólo tu rostro y la de los otros patriotas fusilados
lastiman y entristece mi corazón. Los españoles cogieron tu cuerpo, Benito,
distante y ausente de vida y lo despedazaron.
Aumentaron la hostilidad y la censura.
Se nos negó el contacto con la gente bien y la gente buena. Por eso sólo un puñado de españoles vino a
escoltarnos hasta la salida del pueblo.
Allí, a la orilla del río Las Ceibas, nos entregaron unos paquetes con
tu cabeza, tus piernas y tus brazos. Con
ellos iniciamos el peregrinar triste y rencoroso hasta Santa Fe de Bogotá. Los niños lloraban. No me animaba a ese camino caluroso. Tú sabes que aquí hay siempre un calor
insoportable. La cercanía del desierto
siempre está mordiendo nuestra piel y nuestras horas. Somos habitantes de un pequeño infierno. Por eso preferiste acompañar a Nariño en la
campaña del Sur. Fue tu decisión.
Indiferente a nuestra tristeza, el día era
limpio, casi de un azul efervescente.
Tal vez por eso varios peones de nuestra hacienda llegaron a
acompañarnos. Caminamos en un silencio
largo y extenuante como el propio tiempo.
Al final de La Manguita, como tú llamabas a la hacienda, el negro Simón
ordenó descanso, cogió tu cabeza y la llevó cerca a la quebrada que dividía la
hacienda. Allí abrió un hueco y la
enterró. Colocamos una improvisada cruz
y rezamos un rosario. Seguimos nuestro
destierro por ese Valle de las Tristuras.
Los peones nos acompañaron hasta Aipe.
De ahí en adelante solo Simón y su mujer nos acompañaron. Fueron la parte amable para soportar el
opresivo y monocorde gris de este paisaje sin verde y de desierto, de este
paisaje desolado donde quedaron nuestros sueños. En el camino oímos hablar de miedo, de
escarmiento, de cadalsos, de muerte, prisioneros y fusiles, de tropas y
traiciones. La gente repetía un nombre
que todo lo negaba: El Pacificador. Él
nos cambió el mundo, nos puso al margen de la historia.
Supimos de amigos y familiares tomados
prisioneros y apelados. Escuché
historias escandalosas del sufrimiento que acompañaba a viudas y
huérfanos. Nosotros callamos, coronel
Salas. Mis hijos sufrieron lo
inimaginable, aún así, crecieron y cambiaron apresuradamente en esos días
revueltos. Al llegar a Santa Fe, las
casas y la vida parecían envueltas en una luz distinta. Por varios meses, por
todas partes flotaba la tristeza y las lágrimas recordaban a los muchos que
habían muerto. Llegamos estigmatizados y
marginados.
Era un tiempo sin sosiego, un vivir entre
convulsiones e impredecibles
sobresaltos. La guerra de los españoles
era continua e incesante, una guerra donde los vencidos del ayer resurgían y
aparecían como vencedores del presente para continuar matando patriotas. La incertidumbre se fue instalando con su
desorden en la vida cotidiana de todos.
Volvía a mis labores de bordado y tejido, ellas me procuraban largas
horas de alejamiento del mundo; además me pagaban bien y sobrevivimos con
ellas. Poco a poco regresó ese tiempo
donde uno resucita, donde volvemos a la vida.
Y las cosas cambiaron, Benito, como un
murmullo de nuevas noticias. Llegó el eco de heroicas hazañas, llegó el nombre
de un venezolano, la música perturbadora de tu causa renacida y creciendo en
los llanos del Orinoco. Llegó el grito
de los hombres y los pueblos buscando una nueva y poderosa razón para soñar una
patria nueva y construirla. Todo empezó
a cambiar y renovarse. Los españoles
huyeron, llevándose su odio. Yo tenía
abierto en mis recuerdos las imágenes terribles de tu muerte. Rescaté entre mi memoria tu gesta, tu guerra
y supe que la victoria era también nuestra, era mía. El venezolano entró a Santa Fe y lo
declaramos Libertador.
Regresé a Neiva para buscar tu cuerpo y darte
cristiana sepultura. Regresé a buscarte,
Benito, a encontrarnos en lo más profundo de un amor que nunca destruyó la
muerte. Encontré el silencio, las
lágrimas, otra vez el dolor. Nos dejaron
solos, pero no me importó. Neiva es
entrañas y memoria, punto de amor y certidumbre de mis sueños y en ella veré mi
último crepúsculo. Encontré tus huesos,
los enterré al lado de tu hermano Fernando; no encontré tu cabeza. Escarbamos toda la hacienda y no la
encontramos; Simón está muerto y nunca me dijo dónde la enterró.
No les dije nada a tus hijos, ellos no van a
desamparar tu nombre y sobre tu tumba jamás caerá el olvido. Estas letras las escribo para ti y serán
enterradas con tus huesos. Están
escritas en el silencio y sólo aspiro, desde el fondo de mi alma, que tú las
leas. Tu vida y tu muerte me arrancaron un poco de mi vida, pero no quiero un
pedazo de mi vida separada de la tuya.
Con estas letras va mi vida entera. Cuando las encuentres abrázame toda,
que yo besaré tu cuerpo amado con la misma pasión de siempre, mi coronel Salas.
Villa de la Inmaculada Concepción de Neiva.
Noviembre del año de la Independencia.
(En el 2005, el periodista huilense, Marco
Fidel Yukumá escribió la historia novelada del coronel Benito Salas y su esposa
Juana López, mártires huilenses de la Independencia. De su lectura surgió el anterior texto. Fue publicado inicialmente en la revista “La
Puerta” en su edición No. 3).
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