Por Miguel de León
Miguel de León |
Los hombres marchaban por el camino real,
indignados y furiosos, una rabia enorme los invadía, no estaban contentos con
su vida, se les hacía demasiada dura.
Venían lívidos de sol, mordidos por el polvo, enardecidos por los
sucesos pasados; algunos llevaban lanzas de macana y el capitán una vieja
escopeta. El espesor de las hojas
descompuestas amortiguaba el ruido de los pasos, el aire estaba lleno de aromas
que se cruzaban. La mañana era soleada y
los hombres sentían como suyos los árboles y los infinitos bosques de bambusá
que se retorcían por las laderas, siguiendo el cauce del río grande. Sabían que estaban cerca de Neyba y querían
disfrutar por última vez del paisaje de siempre.
Habían quemado los estancos de Aipe y
Villavieja y eso les daba confianza para atreverse a llegar a la capital. Atrás quedaron las enormes tatacoas tomando
el sol, abrazadas a gruesos árboles caídos.
Quedaba el aire perfumado de cardos y de pequeñas corrientes de
agua. A lo lejos se asomaban los
primeros ranchos de palmiche. Los
hombres sabían que a esa hora todos estaban en los servicios religiosos de
domingo. Sin embargo, el pueblo entero
se conmocionó por el tumulto de los recién llegados. Todos presentían sucesos importantes en
aquella mañana clara y de luz muy blanca.
Al cortejo de comunes se unieron algunas
mujeres que los esperaban a la entrada del pueblo. La idea inicial era dirigirse a la plaza
grande, en donde estaban los estancos.
Pero a una orden del capitán comunero, siguieron derecho para el barrio
de Cantarranas, a la casa de Teresa de Olaya.
Allí Toribio Zapata, quien hacía de capitán, ordenó un descanso; quería
esperar a la gente que venía de Purificación.
Monumento Los Comuneros de Neiva Foto César Rincón |
Reunidos los más cercanos, se decidió
organizar la marcha hacia la Plaza Grande a la hora de la siesta. Se tomarían a la fuerza los estancos de
aguardiente y tabaco. Las mujeres del
barrio llegaron a apoyar a los hombres y recibieron órdenes de regresar para la
marcha. Todos hablaban a gritos y el
escándalo advirtió a la gente del gobernador que algo tramaban los comunes
recién llegados.
Llegada la hora, Toribio Zapata, armado con
una lanza de macana; Gerardo Cardozo, quien hacía de segundo, con un machete en
el cinto; y Cristóbal Rodríguez, recién llegado con la gente de Purificación,
se colocaron a la cabeza de la improvisada movilización. Algunos gritaban contra el mal gobierno;
¡“Viva el Rey y abajo el mal gobierno¡”. Otros pedían menos impuestos y más
libertad, el verdadero motivo de la rabia de todos. La multitud enardecida por los gritos y el
sol de la tarde llegó a la esquina del templo y entró a la plaza grande
buscando los estancos en la calle adyacente.
Los rostros estaban congestionados y las bocas se abrían para solicitar
sus derechos. En el extremo opuesto, en
la casa del gobernador, todos se apresuraban a mirar por las ventanas, algunos
pocos se alistaron para salir. El
Gobernador mandó llamar a las otras autoridades.
Cuando la marcha arribó a los estancos de
aguardiente, los encontraron cerrados, al igual que el del tabaco. Toribio se enfureció, ordenó abrirlos a la
fuerza y romper las botijas de aguardiente.
La gritería era enorme. La orden
se cumplió y algunos beben del suelo a tragos rápidos, atragantándose, para risas de otros. Sofocado
de la ira, el capitán ordenó botar todo a la calle. Luego aparta los ojos del desorden y los posa
en el grupo que viene atravesando la plaza grande. Ordenó silencio, las mujeres
bisbisean entre ellas. Alguien musita
leyendo un breviario: “Mirad a vuestro Dios, que ejecutará la venganza y la
retribución. Dios mismo vendrá y os
salvará “.
Toribio reunió a la gente más cercana y
esperó al grupo. Las armas que tenían
quedaron apuntando hacia delante. Los
ojos de Toribio miraban al grupo que se acercaba; adelante venía el gobernador
con su bastón de mando, el párroco y un alférez de uniforme rojo caminaban a su
lado y atrás, criados y amigos del gobernador, algunos de ellos armados de
palos y lanzas. El grito de la autoridad
asustó a las mujeres y se retiraron a prudente distancia. Los dos grupos quedaron cara a cara, se
miraban con rabia y nadie bajaba los ojos, las manos empuñaban con fuerza sus
armas. Los comunes tenían bloqueada la
calle y los otros no encontraban paso
libre. El gobernador dio un paso
adelante y gritó:
―En nombre de su majestad, el Rey Fernando
Sexto, os ordeno rendir sus armas al gobernador de la provincia de Neyba, don
Policarpo Fernández.
El capitán comunero se sintió intimidado,
miró a su segundo, quien no perdía de vista los movimientos del Alférez. Sintió la expectativa de la gente y recobró
el ánimo, levantando con fuerza su lanza, contestó:
―La gente del común no se rinde, ni se
entrega; reconocemos sólo las órdenes del rey Tupac Amarú, sólo a él obedecemos, y lo mandado, mandado
está.
La respuesta sorprendió al gobernador.
Tampoco entendió quién era tal rey que nombró el capitán. Por eso se dirigió esta vez a la gente que
estaba en la calle y la plaza, gritó vivas al Rey Fernando Sexto, obteniendo
respuestas sólo de sus acompañantes.
Alguien salió a buscar refuerzos.
El Gobernador más furioso que antes, volvió a insistirle al capitán
comunero que rindiera las armas para evitar derramamientos de sangre. La respuesta no se hizo esperar:
―Primero muerto que rendir las armas
―exclamó.
Los comunes gritaron abajos y vivas. Las armas se movían nerviosas en sus
manos. Alguien del grupo del gobernador
se acercó a los amotinados; uno de ellos, tal vez el más nervioso, le descargó
una lanzada que atravesó su capa. Un
puño salió cerca del grupo de leales al gobernador y tumbó al común, la
respuesta fue un machetazo que fue eludido hábilmente por el agresor del puño. Los ánimos se alborotaron y el gobernador
terminó por alterarse aún más, tomó su bastón de mando y empujó al capitán
comunero con el mismo.
―Ríndase, perro ―le gritó―, rinda las armas
al Rey.
Casí por instinto, Toribio Zapata atacó con
su lanza de macana al gobernador, enterrándosela en el estómago. Este volvió el
cuerpo y, tomándose el estómago, cayó a tierra casi muerto. La agonía se dio en medio del silencio de
todos, sobre un charco de sangre que crecía rápidamente. La gente se asustó y salieron corriendo en
desbandada. En el tumulto, el criado del
gobernador se lanzó contra el capitán comunero con un trabuco, lo golpeó
fuertemente en la cabeza pero este lo hirió en el hombro con el puñal que
llevaba al cinto y que nadie había visto.
Antes de caer, Toribio vio los sombreros en
desbandada, pensó que el opresor no tendría paz, que su acción sería el
comienzo de otras. Recordó el rostro de
los mayores, las palabras y el cuchillo, la cosecha que lo esperaba en su
parcela, la fuerza de su gente, quiso llamarlos pero no pudo, entonces vio la
muerte, sintió su silencio, vio el vacío.
Al caer, supo que ya estaba muerto.
En la entrada de la plaza grande, aparecieron
los guardias del tabaco con los administradores de los estancos, todos armados
con escopetas y pistolas. Una mujer
intentaba detener con su regazo la sangre que fluía por la cabeza del capitán
comunero. Cuando la gente que los rodeaba, vieron a los guardias, ya era
demasiado tarde. Alguien tiró una lanza
sin mayor fuerza, enterrándose a los pies de un guardia. Los administradores dispararon sus pistolas,
sin herir aparentemente a nadie. Los
comunes cerraron filas hombro con hombro alrededor de su capitán. Algunos fueron heridos por machetazos de la
guardia que arremetía con fuerza, por lo que retrocedieron primero, y luego
todos se volvieron en estampida y huyeron del sitio, dejando abandonados al
capitán muerto y a su segundo, Gerardo Cardozo, quien agonizaba en el suelo con
una bala en su vientre.
Los guardias persiguieron al resto de
levantados, quienes huyeron hacia las vegas del río. Varios se escondieron con algunas mujeres
detrás de la iglesia. Cuando el tumulto
cedió, en la calle quedaban las botijas del aguardiente quebradas, lanzas y
garrotes abandonados y los gritos ahogados de los comunes. La gente rodeó los cuerpos agonizantes de los
dos capitanes comuneros y el cadáver del gobernador. La sangre comenzaba a secarse mientras los
administradores de los estancos buscaban cómo llevarse el cuerpo del gobernador
para el palacio de gobierno. La muerte
se paseó por las calles del pequeño poblado.
Los hombres continuaron su vida de miseria, eran los desposeídos, los
olvidados, pero en el corazón de muchos la idea de la libertad comenzó a
extender sus alas, sus grandes alas tricolor.
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